La única lucha que se pierde es la que se abandona

Ellas caminaron las calles, hospitales, comisarias, juzgados, medios de comunicación, iglesias, despachos e instituciones reclamando la aparición con vida. Desde el horror y la barbarie, endurecidas y sin perder la ternura anduvieron el camino de la soledad a la organización. Fue un tránsito amoroso, político, viceral y revolucionario.

Luego de la pérdida irreparable, las Madres, que en su mayoría eran amas de casa, dedicaron las horas, los días y la vida entera a la búsqueda y la lucha. Se tramaron en la circulación de datos, informaciones, historias, relatos que tejían en los boca a boca y las notas que se contaban en primera persona, con igual desgarro.

Azucena alzó la voz colectiva del “¡Ya basta!” y propuso la Plaza de Mayo como territorio de encuentro para hacerse ver y oír, en los días porvenir. Un 30 de abril de 1977, a plena luz de otoño, los mensajes escondidos en los ovillos de lana tejerían la Historia desafiando la censura, la represión y la impotencia. “Caminen, circulen, no se pueden quedar acá” las prepoteó el policía escudado en el estado de sitio. Y ellas empezaron a marchar la primera ronda de las Madres. Alrededor del monumento Belgrano, en sentido contrario a las agujas del reloj, como no podía ser de otra manera.

Marcharon juntas. Cada jueves. Frente a las narices de la dictadura cívico-militar más sangrienta de nuestra historia. En octubre de ese año marcharon también a la peregrinación de Luján y, para reconocerse en la multitud, se pusieron en la cabeza el pañal de sus hijas e hijos que atesoraban en la cajita de los recuerdos, que cada una conservaba siguiendo cierto folklore del maternar.

De ahí y para siempre el pañal/pañuelo devino en el símbolo de una maternidad socializada en la lucha y la resistencia: Madres de la Plaza, ¡el pueblo las abraza! ¡Ahora y siempre!

Gabriela Bustos
Profesora de Teorías de la comunicación II
Comunicación Social orientada al desarrollo local
ISTLYR

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