Un pombero macabro: relato de una experiencia de lectura y escritura en la escuela

–Travesías–

Por Natalia Vaistij*

Cuando trabajamos con textos literarios en espacios educativos nos encontramos diariamente con un desafío: cómo generar prácticas de lectura y escritura que propongan un lugar activo y creador para el lector.
   ¿Cómo escapar de las actividades que reducen a la literatura a las formas de un memorismo enciclopedista?
   ¿Cómo evitar el sometimiento de las lecturas personales al cuestionario de “comprobación lectora”? Una interpelación lúdica de los textos que ponga en juego el imaginario y el capital cultural de sus lectores, habilita formas de lectura que devienen en escrituras. Esto requiere de una posición de escucha atenta a las voces cargadas de historias de los lectores, dejando de lado los discursos alarmistas sobre la relación de los jóvenes con la cultura escrita. La teoría del déficit, lejos de orientarse en la búsqueda de una solución a la problemática, la potencia, la agrava.
   La experiencia que quiero relatar ocurrió hace algunos meses en un segundo año de secundario mientras trabajábamos con la obra de Edward Gorey. Conocí este escritor e ilustrador en el Seminario de Literatura Infantil y Juvenil de la Universidad de Buenos Aires que dictaba Gloria Fernández, quien me invitó a introducirlo en la escuela media.
   Fue así que leímos en la clase de Prácticas del Lenguaje uno de los libros álbum más transgresores del siglo pasado: Los Pequeños macabros. En esta obra el autor expone veintiséis muertes de diferentes niñas y niños, cada una asociada a una letra del alfabeto. El gesto provocador responde a una operación que parodia antiguos alfabetos didácticos y moralizantes destinados a la infancia. Llevar este polémico libro a la escuela implicaba encarar el tópico de la muerte desde una nueva perspectiva, no con un tono dramático sino apelando al humor negro y al non sense.
   La lectura del material no se manifestó de manera lineal y sin interrupciones ya que los estudiantes reaccionaron de diversa manera frente al material presentado: mientras algunos se reían, otros afirmaron, disconformes, que las muertes eran poco reales (un debate que luego derivó en una reflexión en torno a los mecanismos de la hipérbole y el absurdo).
   Luego de terminar la lectura, en donde vimos que algunos de los destinos trágicos de los personajes eran resultado de actos transgresivos, les pregunté si cuando eran niños les contaban relatos «para que se portaran bien». En un primer momento dijeron que no, sin embargo inmediatamente fueron surgiendo algunos recuerdos. Un chico habló del “chupa-cabras”, una historia que le narraban de niño en el campo. Luego una estudiante nombró al Pombero, un relato que no le contaban a ella pero que había descubierto en un libro de leyendas paraguayas de una amiga. Fue entonces cuando en el aula se produjo un clima completamente diferente al que había hasta ese momento. Aunque los chicos no conocían la historia (algunos dijeron que habían escuchado el nombre pero no sabían quién era), estaban realmente intrigados. Como la estudiante no recordaba bien la leyenda, la buscó en Internet desde el celular y comenzó a leerla. Entonces todos se acercaron a ella, dejaron sus bancos y se sentaron unos encima de los otros para tener una mejor ubicación. Desde ese nuevo lugar, continuaron escuchando el relato, algo perturbados. Ellos mismos pedían silencio si alguno atinaba a realizar un comentario que interrumpía la narración.
   Espontáneamente, un alumno se paró y comenzó a representar teatralmente lo que iba relatando la compañera. Fue entonces cuando el silencio se convirtió en risas que descomprimieron la tensión del momento (aunque sin provocar que se pierda la atención en la historia). Al redistribuirse los roles y reorganizarse los cuerpos con una fuerte presencia del misterio, el espacio áulico se cargó con la lógica del fogón.
   La consigna de escritura que había planeado consistía en inventar tres letras de un nuevo alfabeto macabro, pero de inmediato fue modificada incluyendo la figura del Pombero. Fue llamativo cómo muchos de los estudiantes optaron por retratarse a sí mismos atacados por ese ser siniestro, aunque la consigna no indicaba que el texto debía estar escrito en primera persona. De esta manera, los estudiantes realizaron una operación deconstructiva, al estilo Gorey, de aquellos discursos: si en otro tiempo fueron figuras macabras, en sus imágenes y textos eran retomados de una manera lúdica, aunque sin dejar de lado su costado siniestro. Jugar a escribir la propia muerte implicó así una apuesta al imaginario, a la creación.
   Escritura y juego demuestran así sus cruces y puntos de contacto: ambos plantean un desafío normalizado por un conjunto de reglas, posibilitan la invención y propician la autonomía de los participantes. En su artículo “Escritura e invención en la escuela” Maite Alvarado señala que “…el como si de la ficción, al igual que el del juego, descansa sobre el respeto a ciertas reglas, sin las cuales pierde sustento”. En esta escena la consigna planteaba un objetivo con pautas concretas, pero la aparición de la figura del Pombero nos empujó a reformularla. La propuesta de escritura (lo pautado, lo ya instaurado) tuvo que ceder al trastrocamiento, a la mutación provocada por ése relato. La leyenda, como “saber previo”, dejó de ser un simple medio para acercarse al texto canónico (procedimiento que muchas veces utilizamos a la hora de enseñar contenidos) y devino en la condición de posibilidad de una nueva lectura de Gorey, que lo trascendió y lo puso a funcionar en una dirección insospechada. Los Pequeños Macabros, huésped de otras voces, fue víctima de un desplazamiento que sólo pudo haber sido trazado gracias a un acercamiento lúdico al material.
   Al año siguiente, uno de los estudiantes de ese curso que volvió a ser mi alumno preguntó en la primera clase: “¿Profe vamos a ver de nuevo el Pombero?”. Es llamativo cómo una actividad que duró sólo cuarenta minutos, que no estaba planificada, se tornó más significativa para él que otros textos, de mayor longitud.
   Cuando la lectura es compartida y se ve enriquecida por múltiples miradas, emerge como una práctica sociocultural vinculada con la Recreación. Leer con otros lectores, compartir y reescribir relatos de la infancia son actividades que se desarrollan en un espacio de construcción colectiva de sentidos, en un espacio de grupalidad mediado por la literatura. Es allí donde se potencia la participación de cada uno de los protagonistas. Y es el rol del joven mediador el que me interesa destacar en la escena. Cuando un estudiante se apropia de la palabra, la reescribe de un modo tal que convoca genuinamente a sus compañeros. Se genera, de esta manera, una nueva disposición de los lugares de enunciación en la escuela, una lógica distinta y otro devenir.


 

*Natalia Vaistij es Profesora y Licenciada en Letras y estudiante de la Tecnicatura Superior en Tiempo Libre y Recreación. nataliavaistij@hotmail.com

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