Una experiencia de prácticas en el Ex CCDTyE

–Travesías–

Por Jésica Szyszlican

Este año, en Prácticas profesionales II, me tocó trabajar, junto con algunos compañeros y compañeras, en el Espacio para la Memoria “Automotores Orletti”. El ex centro clandestino de detención, tortura y exterminio está ubicado en el barrio porteño de Floresta, en la calle Venancio Flores 3519/21, frente a las vías del Ferrocarril Sarmiento. Primero fue un taller de automotores y una vivienda familiar de dos plantas, y luego, a partir del alquiler y acondicionamiento llevado a cabo por los agentes de la SIDE, funcionó como centro de detención, tortura y exterminio. El sitio estuvo activo entre mayo y noviembre de 1976, durante la última dictadura cívico-militar de nuestro país. Es el símbolo del Plan Cóndor por excelencia, puesto que no sólo fue la base de Operaciones Tácticas de la SIDE, sino también la base principal de las fuerzas de inteligencia extranjeras de Uruguay y Chile que actuaban en la Argentina. Se estima que allí estuvieron secuestrados alrededor de 300 ciudadanos uruguayos, chilenos, bolivianos, paraguayos, cubanos y argentinos, la mayoría de los cuales continúan desaparecidos. En noviembre de 1976, una pareja de detenidos argentinos, Ramón y Graciela Morales, logró fugarse, ocasionando que el centro fuera desmantelado. Lo que ocurrió con los que estaban allí detenidos nunca pudo ser descubierto.

Al poco tiempo, Cortell, el antiguo dueño del taller, regresó a vivir allí con su familia, para lo cual cubrió muchas evidencias del tiroteo, marcas de la fuga de Ramón y Graciela y del pasaje de los militares y los detenidos por el sitio. A principios de los años ’80, el inmueble volvió a funcionar como taller mecánico y vivienda. Luego, en la década del ’90, a partir del alquiler de una parte del sitio a un empresario, se instaló allí un taller textil clandestino, cuyos trabajadores estaban sometidos a condiciones de esclavitud. El taller fue clausurado en marzo de 2007.

Finalmente, a partir de marzo de 2009 el Gobierno de la Ciudad tomó posesión del inmueble, quedando la tenencia a cargo del Instituto Espacio para la Memoria (IEM). Ese año se conformó la Mesa de Trabajo y Consenso, integrada por sobrevivientes, familiares, organismos de derechos humanos y otras organizaciones políticas y sociales, que comenzó a llevar a cabo tareas de investigación, preservación y sistematización de la información, así como actividades destinadas a la construcción colectiva y dinámica de la memoria y a la promoción de derechos.

En marzo de 2011, se condenó a penas de entre 20 años y prisión perpetua a cuatro represores que operaron en el sitio, y desde marzo de 2013 el mismo tribunal juzga a 25 imputados por delitos de lesa humanidad cometidos en el marco de la Operación Cóndor en perjuicio de 106 víctimas.

A principios del 2014 los gobiernos de la Ciudad y de la Nación firmaron un convenio que cedió a este último el derecho de usufructo de los espacios de memoria, que pasaron a depender de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Fue en este momento que quedó conformado el equipo actual de Orletti.

El sitio es un lugar marcado por la violencia y la clandestinidad, tanto en tiempos de dictadura como en democracia. Antes de conocerlo, me imaginaba lo que todos se imaginan cuando piensan en un ex centro clandestino: el horror. Iba con la idea de encontrarme con todos los fantasmas del genocidio, de “sentirlos”, como si lo experiencial fuera la única prueba para demostrar que algo tan tenebroso pudo ser posible. Me preguntaba cómo haría el equipo socioeducativo para transmitir tales cosas a niños y niñas de primaria. Pero en vez de todo eso, descubrí grullas de colores colgando, poemas y canciones de historia y lucha, banderas de todos los países de Latinoamérica, carteles y fotografías. Para mi sorpresa, me topé con un lugar lleno de vida. Y con las integrantes del equipo socioeducativo: unas mujeres enérgicas, dulces y apasionadas con su trabajo, que me maravillaron casi de inmediato.

¿Cómo podía ser que un lugar marcado por sucesos tan terribles estuviera lleno de colores? La cuestión me sorprendía y me obligaba a repensar mis preconceptos acerca de la memoria, y sobre todo, acerca de su representación. Existen varias posiciones con respecto a cómo representar o narrar algo tan horrible como lo ocurrido en la dictadura militar. La Shoá es un hecho clave que sirve como referencia para ver las distintas corrientes que se fueron gestando. ¿Puede representarse el horror? ¿Cómo? Hay una posición que cree que definitivamente no se puede representar el horror, en cuanto lo considera algo “inefable”. La indecibilidad estaría dada por la idea de que lo ocurrido es algo incomprensible, que rompe cualquier tipo de relación causal. Por lo tanto, sólo los que han vivido la experiencia del horror pueden hablar de eso. La “verdad”, entonces, estaría encarnada en el género testimonial, como aquella palabra que no puede ser discutida. En contraste, la otra posición defiende la posibilidad de narrar el horror, como una forma de construir memoria, pensar y aprender de él para que este tipo de hechos no vuelva a ocurrir, dado que, “el genocidio fue pensado, por lo tanto era pensable”. En este sentido, decir que un hecho como la Shoá es algo “indecible” significa otorgarle mística, volverlo un espacio sacralizado. Si decimos que sí se puede representar el horror, entonces el género testimonial deja de ser el único legítimo para “hablar” de la violencia genocida: el arte, la ficción, lo lúdico, también puede dar cuenta de la “verdad” de lo ocurrido. Así, la transmisión del genocidio puede transformarse en un “puente” que interpele la propia experiencia: cómo participar de una vida ciudadana activa y responsable, cómo no ser indiferentes ante el dolor de los demás, cómo exigir que las sociedades y los gobiernos respeten los Derechos Humanos Universales.

Claramente, el equipo de Orletti entiende que sí se puede aprender de lo ocurrido. Frente a una posición de memoria cristalizada, ellas mantienen una apertura a utilizar no sólo lo testimonial (palabra de los sobrevivientes, materialidad del lugar), sino también lo lúdico como herramienta de transmisión. No obstante, sostienen la posición de no utilizar el horror en sus dispositivos, y de esta forma, ponen un límite a la representación. Consideran que no es necesario integrar en el relato el aspecto morboso. Uno de los hechos prácticos que respalda esto es la decisión de no llevar a los niños y niñas a la parte de arriba (conocido como “el pozo”) donde se mantenía a los detenidos. En este sentido, la representación de la dictadura se da desde conceptos amplios que pueden ser comprendidos y criticados por ellos y ellas desde su propio presente, tales como el poder autoritario, la libertad coartada, lo colectivo reprimido. Las integrantes del equipo sostienen la idea de un “vacío” que debe ser llenado. Puede llenarse de morbo y de miedo, o puede llenarse de historias por apropiar. Ellas eligen la segunda opción, y buscan representar lo latinoamericano como elemento común del pasado y del presente, trabajando lo que fue el Plan Cóndor. De esta forma, la identidad latinoamericana se hace presente a través de cuentos, líneas de tiempo, fotos, banderas, canciones y poemas. “Somos y hacemos en la historia” es el lema que sostienen, defendiendo el pensamiento, el sentimiento y la acción de los niños y niñas como sujetos históricos. Usan una linda palabra inventada: lo museable, como la acción de mostrar cosas para transmitir algo. Ellas quieren hacer del espacio una especie de museo interactivo, y no uno tradicional.

Así, sus dispositivos van desde el “juego de la oca de la memoria”, la narración oral, el teatro, hasta el “arte correo”, que consiste en que los niños y niñas dibujen y escriban una postal en blanco. Todas las postales se guardan en un “buzón”, que es llevado a otra escuela, y en base a las que hay, los alumnos y alumnas de allí dibujan otra postal, que se suma al buzón. Así el arte va pasando de escuela a escuela. De esta forma, pueden ser multiplicadores de la memoria desde lo simple, desde lo que les gusta, como dibujar o pintar. Otro recurso que utilizan es la línea de tiempo, una soga llena de cartelitos con acontecimientos colgados, con la cual los sujetos deben actuar algo relacionado con la memoria. Nos contaron que una vez uno de los grupos había actuado una “revolución”, pasando por debajo de la línea de tiempo. Muchas veces son los más chicos los que logran poner en palabras simples cosas que los adultos no pueden verbalizar.

Tuvimos la suerte de participar como sujetos del proyecto desarrollado por unas artistas colombianas, que trabajaron en su país con gente desplazada por la guerra. Sus proyectos se basan en la “topofilia”: sentir el lugar como propio. En la intervención, se proyectaron luces y formas en las paredes, en una interacción constante con nosotros. El trabajo con la “memoria cotidiana”, la de las pequeñas cosas de nuestra rutina, estuvo siempre presente y muy relacionado con la idea de apropiarse del lugar. En muchos momentos tuvimos que pasar al frente, contra la pared, y las artistas nos iban “dibujando” cosas encima a través de las proyecciones. En este punto, la idea de “vacío” volvió a hacerse presente, ya que cuando nos volvíamos a sentar, quedaba nuestra forma en la pared, las marcas de algo que ahora estaba incompleto. Eso nos remitía automáticamente a los desaparecidos de la dictadura. Llegamos a la conclusión de que esa experiencia intensa vivida por un grupo de adultos podía ser diferente para un niño: ese vacío también podía volverse un espacio para ocupar y jugar.

Es muy interesante la articulación que se hace con el barrio, territorio con sus propias particularidades. La identidad latinoamericana aparece actualizada en el ámbito de la diversidad del barrio, donde viven muchas familias de inmigrantes, en su mayoría, de origen boliviano. La existencia de talleres textiles clandestinos es un problema muy grave de la zona, y muchos de los niños y niñas que asisten a los talleres en Orletti viven en estas condiciones. Por ello, los dispositivos tienden a poner como eje central el empoderamiento de los sujetos a través de un sentimiento de orgullo por su origen propio y de pertenencia a un todo pluricultural. Así, se construye activamente una trama local abierta a las especificidades de cada uno, partiendo de la estética del lugar, con las banderas de todos los países latinoamericanos. De esta forma, aquéllos/as que tienen internalizada la discriminación y sienten vergüenza por su origen, logran asumir su identidad con dignidad. Las mujeres del equipo socioeducativo de Orletti muchas veces preguntan quiénes son bolivianos, quiénes paraguayos, etc., para trabajar la riqueza de la diversidad. Siempre cuentan la anécdota de una chica que, luego de la lectura del cuento “El pueblo que no quería ser gris”, dijo muy enérgica que su pueblo era rojo, amarillo y verde.

Desde el principio de las prácticas vi una fuerte relación entre la pedagogía en Derechos Humanos y el paradigma de las Pedagogías Críticas. Parece una relación casi necesaria, ya que sólo así se puede inducir a reforzar en el niño y la niña la reflexión interior, el interés por la libertad y la autonomía. La idea de “empoderamiento” es una impronta muy fuerte de este tipo de perspectiva.

El tema de que el lugar haya sido un taller textil clandestino me ronda siempre por la cabeza. Hay muchísimas marcas en las paredes de “el pozo”: garabatos de colores de los niños que vivían allí, y agujas en el piso. La clandestinidad marcó doblemente al lugar. Y la esclavitud puede ser entendida como la forma actual del genocidio. Parece casi una responsabilidad ética trabajar el tema, y una contradicción no hacerlo. ¿Pero cómo, cuando muchos de los niños y niñas viven en esas condiciones? Por difícil que sea, debe haber alguna forma. Al menos así lo pensaba y repensaba continuamente. Sin embargo, a pesar de toda la buena voluntad del equipo, éste no parece dispuesto a salirse del programa oficial. Esto me hizo reflexionar mucho sobre los contextos institucionales, y cómo estos “bajan” un cierto relato oficial, así como la posibilidad de que los actores de la institución realicen desplazamientos con respecto a aquél en su trabajo cotidiano. ¿Cuánto hay que ceder al momento de insertarse en cierto ámbito institucional, y más aún, en el ámbito estatal?

Por otro lado, la memoria encarnada en la materialidad del lugar muchas veces choca con la concepción de la memoria como construcción, ya que la primera mantiene una visión más rígida. El hecho de usar el juego como transmisión de la memoria, o el apropiarse del lugar con poemas y colores, muchas veces va en contra de la idea de la dictadura como espacio caracterizado por el horror inenarrable. ¿Qué es memoria, entonces? ¿Una pared descascarada? Esto lleva a debatir, por ejemplo, si se puede arreglar una ventana rota, porque aquélla puede considerarse material de memoria. O si se puede clavar un clavo en la pared. Esta tensión entre las distintas conceptualizaciones de memoria muchas veces parece trasladarse al ámbito de las distintas áreas que funcionan en el espacio: el área socioeducativa “versus” el área de conservación. Por esta razón, las coordinadoras dicen que “cada clavo ha sido una lucha” en su deseo de llenar de vida al lugar. Hoy en día, ya lo material del lugar no constituye prueba judicial, porque el juicio que queda es únicamente por delitos de índole económico y sexual. Sin embargo, el debate sobre lo que hacer con esas paredes sigue, y depende sobre todo de la palabra de los sobrevivientes y de los familiares. Todo demuestra que lo estético es político. Nos contaban que hace muy poco se había caído un pedazo de techo cerca de donde estaban. Por eso, para ellas la memoria se debe ejercer desde otro lugar, con medidas mínimas de higiene y seguridad para los y las niñas. Por otra parte, si se busca rescatar sólo lo material de la memoria, realmente debería tomarse en cuenta que el lugar también está marcado por su historia como centro textil clandestino.

Personalmente tuve la posibilidad de viajar, en el 2012, a los ex campos de exterminio en Polonia. Me encontré allí con sitios llenos de verde, donde la gente sacaba a pasear a sus perros. Y también me encontré con una antigua cámara de gas. En ese momento, sentí allí un gran vacío: un agujero en la vida, en el tiempo, que absorbía todas mis energías. Esa experiencia me lleva a preguntarme: ¿Acaso los lugares quedan marcados por los sucesos, en lo energético? Quizá todo dependa de la carga simbólica que pone la gente que visita el lugar. La cuestión es la relevancia que se da a lo material como recurso educativo. Las actividades que llevan adelante las integrantes del equipo de Orletti a veces se realizan en el centro, y otras veces, en las mismas escuelas. Uno podría estar inclinado a pensar que lo material es la excusa para trabajar, para desarrollar los talleres: que éstos podrían hacerse en cualquier parte. Las actividades que se llevan a cabo en el centro, declarado ahora “Lugar Histórico Nacional”, pueden ser una forma de apropiarse de un espacio lleno de horror. Las marcas que hablan a través de las paredes en “el pozo” no afectan a los niños y niñas, porque éstos no conocen esa parte del sitio. Abajo el espacio tampoco es hermoso: las paredes están sucias y descascaradas, el piso en invierno es frío, la luz es poca, la escalera y la persiana metálica son bastante tétricas. Pero también hay juegos, colores y palabras de esperanza, tapando los fantasmas.

Uno de los primeros dilemas que nos plantearon las integrantes fue la del “salto temporal”: las nuevas tecnologías han “acelerado” los tiempos. Los cuarenta años que nos separan de la dictadura son mucho más abismales que los que separaban, por ejemplo, a 1930 de 1970. Para los niños y niñas la dictadura resulta algo muy lejano, cuando en verdad es historia reciente. Por eso muchas veces llegan buscando el morbo, naturalizándolo. “Cuando el dolor te queda lejos, te duele menos”, nos dice una de las del equipo. Por eso, quedarse sólo con la tortura no sirve. Pretender que distintas generaciones resignifiquen de la misma forma no es ético: cada uno debe “resignificar desde sus pies”.

En este sentido, las dinámicas que utilizan desarrollan una idea de “memoria ampliada”, intentando traer a la realidad lo ocurrido, mostrar que se trata de historias concretas de personas comunes. De esta forma, por ejemplo, para trabajar exilio, proponen a los niños y niñas escribir en papelitos de dónde vienen sus familias y ubicarlo en un mapa, para que puedan ver las relaciones entre el pasado y el presente. Es importante mostrar las consecuencias actuales de la dictadura, para que puedan percibir que eso es historia reciente. Por ejemplo, resaltar que los bebés apropiados pueden ser hoy padres y madres, o que ellas mismas, las del equipo, transitaron la dictadura en su infancia. Debe prevalecer lo cotidiano, las pequeñas cosas: la forma de vestir, las palabras que se podían usar, las rutinas. La idea no es mostrar a los militantes desaparecidos como héroes inaccesibles, sino como personas vivas, que podían tener problemas tan mundanos como tener mucho olor a pata. Los dispositivos tienden a construir puentes entre el ayer y el hoy, transmitiendo historias y cuentos que le dan vida a lo ocurrido desde conceptos abiertos que permiten variadas interpretaciones y apropiaciones, inmiscuyendo así al niño y a la niña en la historia como sujeto partícipe, desde una perspectiva de la construcción del conocimiento como proceso complejo, crítico y colectivo. Así, la historia se hace presente como algo dinámico y del cual todos somos protagonistas en el presente.

Como futura educadora social, las prácticas me dispararon un montón de preguntas. ¿Cómo trabajar el horror, los vacíos? Si me toca transmitir contenidos simbólicamente densos, que dolieron y que duelen hoy en día, ¿cuándo hay que ponerse “seria”, y cuándo lo lúdico es legítimo? ¿Acaso es necesario llenar los vacíos? Paradójicamente, los vacíos nunca son realmente vacíos. El ser humano siempre tiende a llenarlo con algo, material o simbólicamente. Puede ser el horror y el miedo, puede ser el juego, o una historia personal. ¿Hay algún tema que sea tan terrible que no se pueda trabajar? Quizá lo haya, pero de seguro el silencio será peor transmisor. Creo que como educadores sociales, somos responsables de narrar el horror, de desmitificarlo para aprender lo más posible de él. Trabajar el vacío, pero teniendo en cuenta las particularidades de nuestros sujetos, para intentar no quedarse trabado allí, como víctimas eternas de lo sucedido. Hay que aprender a atravesarlo para luego construir. Por eso es tan importante que haya un puente con el presente, que es ese espacio que sí se puede transformar, en el que “somos y hacemos” como sujetos activos. A su vez, así como en Orletti no se lleva a los niños y niñas de primaria a “el pozo”, también es importante que nosotros reflexionemos sobre los límites de la representación: qué vacíos vamos a mostrar y cuáles no, qué elementos vamos a trabajar para llenarlos, y cuáles no.

El trabajo con la memoria no es fácil. Es tan amplio que a veces parece contener todo y ser imposible de abarcar. Lo importante es que se construya permanentemente, para potenciar a las personas, habilitar lo nuevo. Pero eso sólo puede darse desde el “transmitir” y no desde el “comunicar” (hacer saber, transferir información). Se dice que “hay máquinas de comunicar, pero no de transmitir”, porque una verdadera transmisión sólo es posible a partir de la introducción de una diferencia con respecto a la herencia recibida. Es esto lo que permite la superación del problema generacional. Son justamente esas diferencias las que hacen que la memoria se mantenga viva, dinámica y siempre incierta. Quizá la transmisión de la memoria sea, en verdad, sembrar y sostener preguntas.

“El pueblo que no quería ser gris”
de Beatríz Doumerc y Ayax Barnes

 

*Jésica Szyszlican tiene 22 años y está comenzando el cuarto ciclo de la Tecnicatura Superior en Pedagogía y Educación Social en el ISTLyR. Además, está cursando su tercer año en la carrera de Letras, en la UBA. Su objetivo a futuro es poder trabajar construyendo un puente entre las dos cosas.